SE LLAMABA ANGÉLICA
Tenía 15 años, la
edad en que los sueños despiertan y se proyectan hacia entrañables sentimientos
de alegría y esperanza. Sin embargo para Angélica no hubo celebraciones, sólo
el silencio del dolor porque vivió toda su niñez en medio de tantas
precariedades y maltratos. Se llamaba Angélica, y poco importa su apellido
o el nombre de sus familiares porque la pobreza extrema es la condición que se
apoderó de ella. En estos días tan
previos a las navidades su vida y su muerte fueron noticias por breves
momentos. Ni esa prensa tan
sensacionalista, le dedicó mucho espacio. Fue como si al final y en el fondo se
sintiera vergüenza por su vida. Pertenecía a un hogar, si se puede llamar
hogar a la humilde choza de un solo camastro donde se consumió su existencia.
Era de algún punto de Itacurubí de las Cordilleras y los vecinos aseguran que
la cuidaban. “Somos pobres, muy pobres -
decía el padre de la misma- y hay días que comemos y otros días nos arreglamos
como podemos” No aparece muy claro qué pasó con la madre. Todavía se analizará
si sufrió maltratos. La sospecha es que Angélica habría muerto de hambre. Para
ella ya poco importará el diagnóstico. Recién
después de su muerte aparecieron las instituciones como la Fiscalía, la CODENI,
la Defensoría del Menor. No se ha dado mucha publicidad de esas intervenciones.
Claro, Angélica nos enrostra la mentira y el dolor que avergüenzan a esta
sociedad hipócrita, indiferente e insensible. Alguien nos hablará de la
violación de los derechos a la vida, a la salud, a la educación, a la
alimentación y a la vivienda. Palabras que sonarán huecas ante los huesos
desnudos de la pobre niña fallecida.
Esta muerte y la muerte de tantos niños en nuestro país por falta de
alimentación y medicamentos revelan la falsedad de los que proclaman la defensa
de la vida. Una defensa que debe ser radical en todas las circunstancias y en
todos los momentos de la vida. Pero ninguna organización denunciará estos casos
con toda la fuerza necesaria. Solamente se habla de fríos datos estadísticos.
No se habla de nombres o de casos. Y la verdad es que nadie se inmuta con la
muerte de niños indígenas en nuestras calles. Es una lástima tener que reconocer que no hay una capacidad de
reacción preventiva, ni de los vecinos que no denuncian los casos de peligro
inminente que corren los niños de sus
vecindarios ni las organizaciones sociales, ni los organismos del Estado, están
prontos para salvar esas vidas. Las luces seguirán dominando los
escaparates de los grandes negocios que promocionan sus productos ofertando la
alegría de una navidad consumista. Habrá
preparativos para los tragos y brindis y para la embriaguez que no conseguirán
ocultar las decepciones y los fracasos de la vida. Cada quién organizará su
pesebre iluminando al Niño que dice venerar. A nadie importará mucho qué pasa
en los pobres asentamientos o en las casitas de cartón y de maderos de los que
tienen sus hogares inundados. Que Angélica nos perdone y que también nos perdonen
tantos niños que mueren antes de tiempo. Seguimos viviendo en un país que duele
porque no somos capaces de encontrar respuestas
a tantas injusticias que corroen a nuestra sociedad.
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