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EL CULTO DEL YO

EL CULTO DEL YO.


¿Qué soy? ¿Quién soy? Son preguntas muy complicadas y difíciles de responder.  Pero siempre están ahí desafiándonos a cada uno. El yo, como persona pensante y de lo pensado por esta, lleva consigo una experiencia que no se puede omitir. “El ser humano es un ser cambiante, nunca para, nunca mantiene un estado constante, por ello tratar de definir el yo, incluso el yo individual, puede ser utópico, porque no sólo somos lo que pensamos o como lo pensamos, somos interactuación, somos vida en cambio constante, influídos e influyentes” (El problema del yo, crisis filosóficas blogspot.com) La problemática del yo, es tema de grandes pensadores. “Yo, soy yo y mis circunstancias” decía Ortega y Gasset. Enmanuel Kant por su parte analiza la diferencia y semejanza del yo trascendental y del yo empírico, mientras que Sigmund Freud distingue el “ello” el “yo” y el “superyo” como conceptos fundamentales del psicoanálisis.  Pero no tenemos la intención ni la capacidad ni el espacio para ahondar en esta problemática. La intención es pensar sobre el yo vivencial, que nos vuelve crítico y autocrítico, del yo del que nos percatamos desde la edad de 3 a 5 años en que tomamos conciencia (según Eric Erikson)  de que somos personas distintas a los demás. En el cerebro no hay área donde se localice la conciencia y cuando se nos pide que nos refiramos a nosotros mismos con gestos, casi siempre apuntamos al corazón, ese maravilloso órgano que se forma antes que el cerebro. Nunca es fácil utilizar la palabra yo, en nuestra relación con los demás. Podemos caer en la soberbia y en el egocentrismo. A propósito “Todos llevamos dentro de nosotros mismos un altar en el que hemos entronizado a nuestro YO y al que rendimos culto con excesiva frecuencia e intensidad. Por eso, la mayor conquista del propio yo, es la mayor victoria que el ser humano puede lograr: Conseguir que la vida no sea dominada por el ego, sino por la razón y el corazón” (Los Cinco Minutos de Dios, Alfonso Milagro, Ediciones Claretianas, 1981) Siempre estamos inclinados a reprobar y criticar los defectos de los demás, sobre todo aquellos defectos que nosotros también tenemos y que no nos atrevemos a confesárnoslos.  Si reconociéramos nuestros defectos estaríamos más capacitados para comprender a los demás.  El predominio del ego nos lleva a incapacitarnos para el diálogo porque no escuchamos a nadie más que a nosotros mismos. Esto nos puede llevar al odio hacia los que disientan con nosotros. El culto del Yo, puede hacernos soberbios e insoportables. Encerrados en nuestro propio egoísmo perdemos el contacto con los demás. No aceptamos  nuestros defectos y errores o intentamos siempre auto- justificarnos. Nos incapacitamos para influir positivamente en los demás y terminamos hiriendo a la gente, a veces a personas muy cercanas.  Es paradojal que en estos tiempos en que aparentemente estamos tan comunicados, estemos cada vez más encerrados en nosotros mismos, mirando el dolor ajeno de reojo como si los demás no nos importaran. Tengamos cuidado con el egoísmo. Debemos ser abiertos a la vida y fundamentalmente ser humildes. Aceptar con sinceridad nuestras limitaciones, nuestros defectos, nuestra impotencia.  Reconocer  que somos tan pequeños, pero que Dios ha querido que desde nuestra pequeñez seamos grandes abriéndonos a la belleza, a la vida y a la esperanza. 

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